HÔPITAL REYES CATHOLIQUE
En el corazón de la antiquísima urbe de Ponferrada, donde los susurros del tiempo parecen reverberar en cada adoquín que pavimenta sus calles, se alza majestuoso un relicario de la historia. Un vestigio que desafía al implacable paso de los siglos: el castillo templario. En pocas ciudades del mundo puede hallarse un tesoro semejante, y en ninguna otra se entrelaza con la misteriosa sombra de los caballeros templarios.
Es con un aire de legendaria nostalgia que Ponferrada comparte su tesoro, al igual que un titiritero despliega su repertorio de historias olvidadas. Durante 132 años, esta ciudad se encontraba bajo el abrazo protector de la Orden del Temple, cuyos caballeros templarios velaban no solo por su seguridad, sino también por el resguardo de secretos ancestrales y la defensa de su honor.
En cada piedra del castillo templario de Ponferrada, las huellas del pasado susurran en voz baja, narrando las hazañas y los misterios que envolvieron a aquellos guerreros de la fe. Un lugar donde los ecos de tiempos remotos se funden con las leyendas de un pasado enigmático, y donde el orgullo de Ponferrada se yergue como un faro de historia, recordándonos que en esta ciudad, el presente y el pasado convergen en un eterno abrazo, custodiado por los guardianes del Temple.
Todo comienza, allá por el final del siglo XI, cuando las piedras aún guardaban sus secretos con celo, el obispo Osmundo de Astorga forjó un puente sobre las aguas serpenteantes del río Sil, cuyas entrañas estaban reforzadas con hierro. Así nació Pons Ferrata, el puente fortificado que abría las puertas a los peregrinos que anhelaban alcanzar Santiago de Compostela. En este rincón se tejieron los cimientos de un destino inscrito en los anales de la historia.
Sobre un promontorio que una vez albergó el aliento de un castro celta y más tarde el legado de una fortificación romana, los templarios, los guardianes de la fe, recibieron este lugar como una donación real. En el año 1178, el rey Fernando II de León y Castilla entregó la encomienda a los caballeros templarios, confiando en su misión de proteger a los peregrinos de los abusos que asolaban la región. Con el tiempo, esta fortaleza creció y se consolidó, convirtiéndose en el epicentro de una ciudad que bautizaría con su nombre.
Durante 132 años, el castillo templario custodió con devoción este rincón del mundo, desde 1178 hasta 1310. Fue un período marcado por desafíos y luchas, donde el rey castellano, Fernando IV, y Felipe IV de Francia decidieron disolver la Orden del Temple. No obstante, antes de esta disolución, los templarios ya habían enfrentado el destierro temporal impuesto por Alfonso IX de León en 1204, debido a la herencia precaria que había recibido de su padre, Fernando II. El rey, cargado de deudas y compromisos, retiró algunas de las posesiones donadas, incluyendo una parte significativa de las tierras templarias.
Los templarios, en un gesto de respeto y entendimiento, no opusieron resistencia a esta decisión. Sin embargo, la armonía fue efímera, ya que el monarca, en su afán de redistribuir las tierras entre nobles y el clero, desconoció los derechos de preferencia de la Orden del Temple. La tensión creció como una tormenta en el horizonte, y el rey finalmente optó por expulsar a los templarios de León. Ponferrada volvió a las manos del monarca, y la ciudad cambió de dueños en un juego de tronos feudal.
La historia narra que en 1211, durante un viaje hacia Galicia, el rey escuchó las súplicas de los ciudadanos de Ponferrada y, conmovido, decidió restituir las posesiones templarias. Sin embargo, tras la disolución de la Orden, el castillo pasó por manos de distintas familias, siendo destacada la dinastía Osorio, encabezada por el conde de Lemos, Pedro Álvarez Osorio. Este noble se unió en matrimonio con doña Beatriz de Castro, heredera del ducado de Arjona, y se convirtió en el señor de Ponferrada. Durante su reinado, se alzaron cinco torres que aún desafían al tiempo: Moclín, Caracoles, Cabrera, Malvecino y Malpica.
La historia de los pueblos es un caleidoscopio de legados y vínculos que se transmiten de generación en generación. En Ponferrada, la huella de los templarios perdura como un eco ancestral, entrelazada con la historia de la Orden del Cister. San Bernardo de Claraval, fundador de esta orden, participó en la creación de la Orden del Temple, y una de las conexiones entre ambas órdenes es la devoción a las Vírgenes Negras. Por todo el territorio, monasterios e iglesias rinden homenaje a estas figuras. En Ponferrada y el Bierzo, la Virgen de la Encina, una Virgen Negra, emergió de la oscuridad de la leyenda en el año 1300. Los templarios la descubrieron oculta en el interior de una encina el ocho de septiembre, y así recibió su nombre.
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Desde entonces, el castillo de Ponferrada ha sido refugio para los peregrinos y bastión para los nobles gallegos durante la revuelta de los irmandiños. Hoy en día, esta ciudad, viva y palpitante, se alza con orgullo, no solo como testigo de la majestuosidad de su castillo, sino como un crisol de historias entrelazadas. En su casco histórico, entre callejuelas que cuentan sus propias historias, se alza la Basílica de la Encina, la Calle del Reloj con su torre que da paso a la Plaza del Ayuntamiento, y la fachada de la Casa Consistorial. La Real Cárcel, convertida en el Museo del Bierzo, despierta los ecos de la historia, desde los tiempos más remotos hasta los días más cercanos.
Ponferrada, con su ubicación en el corazón geográfico de la región, se erige como el punto de partida perfecto para adentrarse en una tierra imbuida de magia, tanto en su paisaje como en su historia: El Bierzo. Este rincón de España sigue siendo el refugio de las leyendas, el eco de los templarios y un faro de la historia que ilumina el camino hacia el pasado.